De: La Frikipedia, la enciclopedia extremadamente seria.
Lugar geométrico compuesto por los puntos del espacio situados en Castilla y León, no lejos de Soria, en los que se registran una vez al año fenómenos paranormales.
Vamos a ver si a través de unas cuantas pinceladas somos capaces de conocer, esto es, cuantificar, a los fantasmas.
Supongamos que un ser humano inmoral está desangrándose hasta que su corazón se detiene. En el hospital se le intenta reanimar suministrándole la cantidad de sangre perdida y aplicando los procedimientos correspondientes, pero el muerto está bien muerto y no se levanta.
Se trata de un problema de estados, pudiéndose definir tres estados distintos:
Ah… Y esto de los estados, ¿no huele, como siempre, a energías? Pero no potenciales ni elásticas, no. Denominemos alma al tipo de energía que se ha perdido del estado II al III.
Podríamos sacar variopintas conclusiones a partir de lo expuesto, pero únicamente nos quedaremos con que somos cuerpo y alma y que a priori no hay una sin la otra.
La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Entonces, nada nos impide definir la muerte como la separación del alma del cuerpo, de llamar cadáver al nuevo estado del cuerpo y llamar espíritu al nuevo estado del alma. La Medicina se sigue encargando del cadáver, ¿pero qué se encarga del espíritu?, ¿Hum? No vamos a entrar en asuntos que no nos incumben. Únicamente nos interesa saber qué diantres pasa con aquellos que se quedan en la superficie y que incluso llegan a entrar en el espectro visible (aquellos a los que conocemos como espectros). Lo único que sabemos de ellos es que se forman si durante el proceso de muerte se alcanza un determinado estado mental relacionado con la secreción de altas cantidades de adrenalina (ira).
Él siempre había defendido que no merece la pena perder la vida en una cabeza de un soldado enemigo y su rostro quedó manchado por la sangre. Demacrado, aún pudo asestar varias estocadas, hasta que una espada fortuita logró burlar su defensa y atravesarle el corazón. No gritó, sintió que fue un corte limpio, pero cuando de inmediato observó que la sangre emanaba de su pecho, intentó taparse la herida y se desplomó.
Mientras su aliento se apagaba, no pudo evitar que unas lágrimas escapasen por su rostro. Se había dado cuenta de que habían sido traicionados. La herida le seguía sin doler pero el tema de la traición le llegó a lo más profundo de su ser.
Las lágrimas cesaron, ya que la pena había evolucionando a un estado de rabia. Algo tremendamente exotérmico acaeció. Tal era su odio que no estaba dispuesto a morir. Había llegado a un estado mental que le permitió arrancar su propia alma del cuerpo. En su nueva forma fantasmal, el Gran Templario se dirigió a sus moribundos compañeros.
Les arrancó las almas y a su eterna condena arrastró. La condena de la Venganza.
[…]
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
La oscuridad de la noche se veía interrumpida por la antorcha del noble cazador. La lluvia había dejado húmeda la hierba, y debido al hielo que se había formado en las piedras, resbaló un par de veces. La primera vez se dio un golpe que le causó un dolor molesto, la segunda vez a punto estuvo de perder el fuego de la antorcha. Hacía poco rato que se había bajado de su montura, que ahora llevaba por las riendas.
Pero sabía que aquello no era cierto del todo. El cazador continuó consumiéndose en su pesar.
Su corcel se detuvo, y por más que tiraba de las riendas, no se movía. Alonso asumió que tendría que continuar solo, así que azotó al animal para que volviera a casa y prosiguió la marcha. Aún estuvo andando durante media hora más cuando dijo:
Estaba tratando de distraerse tontamente porque tenía miedo. Había llegado a uno de los sitios en los que había estado con Beatriz, pero allí no había rastro de la prenda. Continuó buscando. Nada. Ya debía ser muy tarde, pero Alonso no estaba dispuesto a abandonar su cometido.
Y los lobos asomaron.
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Maestro en el arte de la espada y cazador veterano… Alonso desenvainó su arma.
La humedecida hierba acabó teñida de sangre, y junto a las piedras, patas y cabezas de lobo.
Casi ignorando la carnicería que había montado, prosiguió su búsqueda sin demora, pero no tardó en preguntarse si verdaderamente merecía la pena estar en aquella situación.
Sus reflexiones se vieron interrumpidas cuando por fin llegó al monasterio. Ante él se alzaba una muralla que rodeaba todo el monumento y pronto se dio cuenta del halo de muerte que se respiraba. La reja de la muralla estaba levantada. Perplejo y lleno de miedo, entró y encontró la banda de Beatriz en aquellas piedras en las que había estado sentado y hablando con ella esa misma mañana. Con el corazón acelerado, la recogió y se la ató a la cintura. Fue entonces cuando se abrieron los portones del monasterio.
Esqueletos y fantasmas rodearon al cazador. Antiguas heráldicas e insignias reales pudo distinguir Alonso en sus oxidadas armaduras. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando identificó a los templarios. Sabía que no tenía salida alguna.
Interrumpió sus pensamientos, sólo para alzar la espada desafiante:
Los no-muertos sólo susurraban entre ellos.
Alonso cargó con toda su fuerza. Su espada se movía ágilamete buscando los puntos vulnerables de sus enemigos, que dada su naturaleza, no eran precisamente muchos. Le superaban en número, pero Alonso tenía mayor nivel.
Bien desintegrados, bien disipados, acabó con todos ellos. Pero cuando intentaba recobrar el aliento, notó que la temperatura a su alrededor descendía drásticamente, y tan pronto como pudo ponerse en pie, la hoja de una guadaña le atravesó la espalda, saliéndole por el abdomen.
Bruscamente retiró el Gran Templario su guadaña del todavía moribundo Alonso, y suavemente le desató la ensangrentada banda de Beatriz. Alonso escupió sangre por última vez. Antes de apagarse, todavía pudo susurrar:
Una manada de lobos salió entre los árboles y comenzó a devorar el cuerpo del cazador.
IV
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
[…]
¡La cosa no terminó ahí!
¿Qué fue lo que verdaderamente mató a Beatriz? ¿La preocupación por Alonso? ¿O la aparente falta de sentido de la situación (los pasos misteriosos, la "aparición" de su banda en el reclinatorio? A priori podría considerarse que fue lo segundo: la falta de una explicación coherente le pondría muy nerviosa, hasta el punto de darle un infarto. La impotencia de no haber podido hacer nada por Alonso y el deseo de obtener su perdón fue lo que condenó al alma de Beatriz a vagar… por el Monte de las Ánimas.
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